Ellos esperan

Ellos esperan

amar la lectura, amar la escritura

Este blog fue hecho por docentes de Adultos de Lanús, para docentes de Adultos de Lanús.

Tiene unos pocos textos, en el eje del Bicentenario, con la convicción de que la Patria también se hizo fuera del campo de batalla y del campo político. Se hizo en las fábricas, en las cocinas humeantes, se hizo en los poemas y en los cuentos.

Difícilmente podamos enseñar a amar la lectura si como docentes no leemos.

Leer nos hace la vida mas grande, las ventanas mas anchas, el mundo mas luminoso.

Brindemos por eso.

un blog sin música no es un blog.

Entonces un poco de Jairo cantando Yupanqui, música para el alma. Y una hermosa canciòn para compartir con los alumnos.

Un videito del Cafe Literario del 2009

domingo, 28 de marzo de 2010

La Resistencia

Quinta Carta:
La Resistencia
Son los expulsados, los proscriptos, los ultrajados, los despojados de su patria y de su terruño, los empujados con brutalidad a las simas más hondas. Ahí es donde están los catecúmenos de hoy.
E.Jünger

Lo Peor es el Vértigo. .....
..... En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás......Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido......El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos?.....El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños......Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese "zapping"; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. ste común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito......En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del dialogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos......La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados......Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en ese tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿Cómo habrían de abandonar esa vida?.....La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes -quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar......Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia......La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es tragicamnete peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya..ñ....Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la convicción de que podríamos a vencer el miedo que nos paraliza como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo?. No, he tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo sí se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados.......Quiero decirles que no lo podía hacer por que ya estaba adentro, involucrado. Así es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de las veces los hombres no nos acercamos, siquiera al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres nos reclaman......Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las calles del mundo......Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones......De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia...... Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que puerden abrir horizontes hasta el momento inesperados......Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino si salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora......Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los efectos.......El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.

El Túnel

EL TUNEL(texto escogido)
II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree aveces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás..... Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida? Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó: al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final..... Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple: pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA..... "¿Por qué -se podrá preguntar alguien- apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas?" Este es el género de preguntas que considero inútiles. Y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio ya gritos delante de una samblea de cien mil rusos: nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?..... Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.

Ernesto Sábato

ERNESTO SABATO nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911, hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata, trabajó en radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de ensayo sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -así, El escritor y sus fantasmas (1963; versión definitiva, Seix Barral, 1979), Apologías y rechazos (Seix Barral, 1979)-, y tres novelas cuyas versiones definitivas se honró en presentar Seix Barral al público de habla hispana en 1978: El túnel en 1949, Sobre héroes y tumbas en 1961 y Abaddón el exterminador en 1974 (premiada en París como la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1976). Escritores tan dispares como Camus y Greene, como Quasimodo y Piovene, como Gombrowicz y Nadeau han escrito con admiración sobre su obra. En 1983, fue elegido Presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de personas, creada por decisión del Presidente de la República Argentina, Raúl Alfonsín. Fruto de las tareas de dicha comisión fue el sobrecogedor volumen Nunca más (Seix Barral, 1985), conocido como "informe Sabato". En 1984, Ernesto Sabato obtuvo el Premio Cervantes.

domingo, 21 de marzo de 2010

Marco Denevi. Gente de la segunda mitad del siglo XX


Los escritores son orfebres, pero en vez de oro, usan palabras. Los hay chapuceros y los hay artistas, y los conocemos por sus obras.

Marco Denevi nació en Buenos Aires en 1922. Murió en 1998. Su primera y siempre recordada novela, Rosaura a las diez, obtuvo el Premio Kraft en 1955, iniciándolo en el camino de la literatura. Posteriormente recibió el Primer Premio de la revista Life en castellano en 1960 por la nouvelle Ceremonia secreta, y el Premio Argentores en 1962 por El cuarto de la noche. A partir de allí, conquistó un justo prestigio internacional basado en una obra profunda y deslumbrante. También quiso ser dramaturgo. Los Expedientes, obra estrenada en el teatro Cervantes, recibió el Premio Nacional de Teatro. Siguieron después otras obras -El emperador de la China, Cuando el perro del ángel no ladra-, pero Denevi dijo haberse dado cuenta de que no tenía otras condiciones para el teatro que las propias del espectador de obras ajenas, y no volvió a insistir. Desde 1980 practicó el periodismo político, Murió en la Ciudad de Buenos Aires el 12 de diciembre de 1998.


LA HORMIGA (de Falsificaciones 1969)
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

Guillermo Enrique Hudson.Un texto que cuenta el pais del fin del siglo XIX

Guillermo Enrique Hudson

Guillermo Enrique Hudson (Argentina, 1841-Inglaterra, 1922). Su familia era originaria de Nueva Inglaterra y se radicó en Argentina en 1833, dedicándose a la cría de ovejas. Hudson pasaría su infancia y juventud en la pampa, experiencia vital de la que dejaría testimonio tanto en sus obras científicas, puesto que era un respetado ornitólogo, como en su obra narrativa. A la muerte de sus padres, Hudson pasó varios años recorriendo diversos países y desempeñando variados oficios; se instalaría definitivamente en Londres en 1869. En Inglaterra escribirá la mayor parte de sus novelas, recibiendo el reconocimiento y disfrutando de la amistad de escritores de la epoca
Jorge Luis Borges considero que algunos de sus libros eran superiores en muchos aspectos a Martín Fierro y Don Segundo Sombra

Alla lejos y hace tiempo (fragmento) (1918)

Cuando recuerdo las impresiones y experiencias de aquel sexto año pleno de sucesos, el incidente que reviste más importancia en mi recuerdo, en todo caso en la última mitad de aquel año, es la muerte de César. No hay nada en mi pasado que evoque tan bien; en verdad, fue el suceso más importante de mi infancia; la primera cosa en una vida joven que trae a ella la eterna nota de la tristeza.
Asomaba ya la primavera, cerca de mediados de agosto, y aún puedo recordar que para esa época del año el clima se presentaba demasiado frío y ventoso, cuando el viejo perro se acercaba a la muerte.
César era un animal ya viejo y muy querido, si bien no era de raza fina. Simplemente era un perro común del campo, de pelo corto, patas largas y hocico romo. El perro corriente o animal criollo de raza ordinaria tenía más o menos el tamaño de un collie escocés. César lo aventajaba en un tercio más, y se decía de él que superaba en mucho a todos los otros perros de la casa, que eran alrededor de doce a catorce, tanto en tamaño como en inteligencia y coraje. Naturalmente, era el cabecilla y amo de toda la manada, y cuando se levantaba con feroz gruñido desnudando sus grandes dientes y se lanzaba contra los otros para castigarlos por pelearse entre ellos o por violar en alguna otra forma la ley canina, sus víctimas se sometían acurrucándose contra el suelo. Era un perro negro que, ya en su vejez, tenía el pelaje salpicado en todo el cuerpo de pelos blancos, y la cara y las patas estaban casi grises por completo. César furioso, o montando guardia de noche, o cuando traía de los pastos al ganado, era un ser terrible. Con nosotros, los niños, era manso y paciente, permitiéndonos montar sobre su lomo lo mismo que el viejo Pichicho, el perro ovejero descripto en el primer capítulo. Al llegar a la vejez, se había tornado de mal carácter e irritable, y dejó de ser nuestro compañero de juegos. Los dos o tres últimos meses de su vida fueron muy tristes, y cuando nos preocupaba verlo tan flaco, con sus grandes costillas sobresaliéndole, o contemplábamos sus contracciones nerviosas mientras dormitaba, gruñendo y resollando, y observábamos también cuán penosamente luchaba para ponerse de pie, queríamos saber por qué era así... por qué no podíamos darle nada que lo restableciera. En respuesta, los mayores abríanle la enorme boca para mostrarnos sus dientes: los grandes caninos romos y los viejos molares completamente gastados. La mucha edad era el mal que lo afligía; tenía trece años, y eso, en verdad, era para mí una edad tremenda, pues yo no tenía ni la mitad y sin embargo parecíame que hacía mucho, mucho tiempo que me encontraba en el mundo.
A nadie ni le pasó por las mientes dar término a su vida; ni la menor insinuación al respecto se hizo jamás. En aquel país no se mataba de un tiro a un viejo perro porque había terminado su época de trabajo. Recuerdo su último día y cuán a menudo fuimos a mirarlo y a tratar de abrigarlo con gruesas mantas y a ofrecerle comida y agua allí donde yacía, en un lugar protegido, pues ya era incapaz de ponerse en pie. Y esa noche murió. Lo supimos tan pronto como nos levantamos a la mañana siguiente. Después del desayuno, durante el cual nos habíamos mostrado muy graves y callados, nuestro maestro dijo:
–Tenemos que enterrarlo hoy... a las doce, cuando yo esté libre. Será el mejor momento. Los muchachos pueden venir conmigo y el viejo Juan puede traer la pala.
Este anuncio nos alborotó enormemente, pues nunca habíamos visto enterrar a un perro ni tampoco habíamos oído jamás que tal cosa se hubiera hecho.
Alrededor de mediodía, el viejo César, muerto y rígido, era llevado por uno de los peones a un claro cubierto por el pasto, entre los viejos durazneros, donde ya se había cavado la fosa. Seguimos a nuestro maestro y nos quedamos mirando mientras bajaban el cadáver y echaban luego sobre él la tierra roja. La fosa era profunda, y el señor Trigg ayudó a llenarla, resoplando mucho mientras lo hacía y deteniéndose de vez en cuando para secarse la cara con su pañuelo de algodón de vivos colores.
Cuando todo terminó, mientras nosotros aún nos hallábamos de pie, rodeando la tumba en silencio, se le ocurrió al señor Trigg aprovechar la oportunidad. Tomando la actitud que asumía en clase, nos miró y dijo solemnemente:
–Este es el fin. Todo perro tiene su día y así sucede también con todo hombre, y el fin es igual para los dos. Morimos como el viejo César y nos colocan en el suelo cubriéndonos con la tierra.
Ahora bien; estas palabras simples y comunes me afectaron más que cualesquiera otras que haya escuchado en mi vida. Me destrozaron el corazón. Había oído algo terrible... demasiado terrible para pensar en ello, increíble... y sin embargo... si no fuera así, ¿por qué lo había dicho? ¿Era porque nos odiaba, sólo porque éramos chicos y tenía que enseñarnos las lecciones y quería torturarnos? ¡Dios! No, yo no podía creer eso. ¿Era ése, entonces, el horrible destino que nos esperaba a todos? Había oído hablar de la muerte... sabía que existía una cosa así; sabía que todos los animales tenían que morir y también que algunos hombres murieron. Entonces, ¿cómo nadie podría, ni aun un chiquillo de seis años, pasar por alto una realidad como ésa, especialmente en el país de mi nacimiento... una tierra de luchas, crímenes y muerte súbita? No había olvidado al hombre atado al poste del establo que había asesinado a alguien y que, tal vez, según me habían dicho, sería muerto en castigo a su vez. En verdad, sabía que había bondad y maldad en el mundo; hombres buenos y malos, y estos últimos –asesinos, ladrones y mentirosos– todos tendrían que morir, lo mismo que animales; pero si había alguna otra vida después de la muerte, eso no lo sabía. Todos los demás, yo y mi familia incluidos, éramos buenos y nunca habría de alcanzarnos la muerte. Cómo fue que no llegué más lejos en mi sistema o filosofía de la vida, no lo puedo decir; sólo supongo que mi madre no había comenzado todavía a instruirme sobre tales cosas por mi corta edad, o que lo había hecho y que yo lo había entendido a mi manera. Sin embargo, como luego descubrí, era una mujer religiosa y desde la infancia se me había enseñado a arrodillarme y a rezar una breve oración todas las noches: “Ahora que me voy a acostar, ruego al Señor por mi alma velar”. Pero sobre quién era el Señor o qué era mi alma, no tenía la menor idea. Era una forma amable de decir en rima que me iba a dormir. Mi mundo era un mundo puramente material, ¡y cuán maravilloso lo encontraba!; pero cómo llegué a formar parte de él, no lo sabía; sólo sabía (o imaginaba) que siempre estaría en él, viendo todos los días cosas nuevas y extrañas, sin cansarme jamás de nada. En la literatura sólo he encontrado en Vaughan, Traherne y otros místicos una expresión adecuada de ese perpetuo éxtasis delicioso en la naturaleza y en mi propia existencia, que experimenté en ese período.
¡Y ahora esas palabras jamás olvidadas, pronunciadas sobre la tumba de nuestro viejo perro, me despertaron de ese hermoso sueño de inalterable alegría!
Al recordar este hecho, me sorprende menos mi ignorancia que la intensidad de los sentimientos que experimenté y la terrible oscuridad que quedó en mi mente infantil. Creemos que la mentalidad de los niños –en realidad lo sé positivamente– es similar a la de los animales más bajos; o si es más elevada no lo es tanto como la más simple mentalidad de un salvaje. No puede concentrar sus pensamientos; ni siquiera puede pensar. Su conciencia comienza a despertar; le deleitan los colores, los olores; le extasía tocar, probar y oír, y se asemeja a un cachorro o un gatito bien alimentado jugando sobre el verde césped, al sol. Siendo esto así, se pensaría que el dolor de la revelación que había recibido se desvanecería rápidamente, que las vívidas impresiones de las cosas externas lo borrarían, restableciendo la armonía. Pero no fue así. El dolor continuó y aumentó hasta tornarse insoportable; entonces busqué a mi madre, vigilando primero hasta encontrarla sola en su habitación. Mas cuando estuve en ella, temí hablar, pensando que con una sola palabra confirmaría la espantosa realidad. Mirándome, de pronto se alarmó por la expresión de mi cara y comenzó a hacerme preguntas. Entonces, tratando de contener las lágrimas, le referí las palabras que habían sido dichas en el entierro del perro y le pregunté si eso era verdad; si yo, si ella, si todos nosotros debíamos morir y ser sepultados en la tierra. Contestóme que no, que no era totalmente cierto sino en determinada manera, ya que nuestros cuerpos debían perecer y ser enterrados, pero que teníamos una parte inmortal que no podía morir. Era verdad que el viejo César había sido un perro bueno y leal, que sentía y comprendía las cosas casi como un ser humano, y que la mayor parte de las personas creen que cuando un perro muere, muere totalmente y no tiene vida posterior. Eso no lo podíamos saber con certeza; algunos hombres eminentes, hombres muy buenos, pensaron en forma distinta. Creyeron que los animales, como nosotros, volverían a vivir. Esa también era su creencia, su gran esperanza; pero no podíamos saberlo con certeza, pues no nos es dado conocer tales cosas. De nosotros, sabemos que no morimos realmente, porque Dios mismo, que nos hizo a nosotros y a todas las cosas, nos lo dijo, y su promesa de vida eterna ha quedado grabada en su libro: la Biblia.
Escuché todo esto y mucho más, tembloroso y con un interés aterrador, y cuando hube captado la idea de que la muerte cuando a mí me alcanzara, como lo haría indefectiblemente, me dejaría, después de todo, con vida y que, como mi madre me lo explicó, la parte mía que realmente importaba, el yo, el yo soy, el yo que conocía y consideraba las cosas, nunca perecería, experimenté entonces un inmenso alivio. Cuando me alejé de su lado quería correr y saltar de alegría y volar por el aire como un pájaro. Había estado prisionero sufriendo el terrible martirio, y a poco, nuevamente, me encontraba libre... ¡la muerte no podría destruirme!
Hubo otra consecuencia más de haber descargado mi corazón con mi madre, quien había quedado sorprendida ante la profundidad del sentimiento que yo había demostrado y, sintiéndose sumamente culpable por haberme permitido vivir tanto tiempo en ese estado de ignorancia, comenzó a darme instrucción religiosa. Era demasiado pronto, ya que a esa edad no me era posible comprender la concepción de un mundo inmaterial. Ese poder, imagino que llega más tarde, cuando el niño normal tiene diez o doce años. Decirle a la edad de seis o siete años que Dios está en todas partes y que ve todas las cosas, sólo produce la idea de una persona maravillosamente activa y de gran poder visual, con ojos como los de un pájaro, capaces de ver todo lo que sucede alrededor de ella. Hace unos días leí la anécdota de una niñita que al ser acostada por su madre le dijo ésta que no tuviera miedo de la oscuridad, ya que Dios estaría allí para vigilarla y custodiarla mientras dormía. Luego, tomando la vela, se alejó. Pero poco después la niñita apareció en camisón, y cuando la interrogaron respondió:
–Voy a permanecer aquí, en la luz, mamita, y tú puedes subir a mi habitación y sentarte con Dios.
Mi propia idea de Dios en ese tiempo no fue más elevada. Al acostarme pensaba que hallábase en mi habitación tratando de encontrar la forma de atender todos sus asuntos, de manera de tener más tiempo para custodiarme a mí. Acostado con los ojos abiertos, nada podía ver en la oscuridad, pero yo sabía que El estaba allí porque así me lo habían dicho, y esto me preocupaba. Pero en cuanto cerraba los ojos aparecía su imagen erguida a tres o cuatro pies de la cabecera de la cama, en la forma de una columna de unos dos metros de altura y casi un metro de circunferencia. El color era azul, pero variable en intensidad; algunas noches era azul celeste, pero generalmente tenía un azul más profundo, puro, suave y hermoso como el del geranio silvestre.
Nada me sorprendería que muchas otras personas tuvieran una imagen material o presentimiento de los seres espirituales cuando se les enseña a creer en ellos a una edad demasiado temprana. Recientemente, al comparar con un amigo nuestros recuerdos infantiles, me dijo que él también había visto a Dios como un objeto azul, pero sin forma definida.
Durante muchos meses la columna azul no cesó de aparecérseme; creo que no se desvaneció ni dejó de ser más que un recuerdo hasta que cumplí los siete años, fecha que se adelanta mucho a los acontecimientos que estoy relatando.
Volviendo a la segunda revelación feliz que me hizo mi madre, declaro que si bien me llenó de alborozo el saber que no terminaría mi existencia con la muerte, la alegría y el alivio que me causó no me condujeron a un estado de felicidad perfecta. Todo lo que ella me dijera para consolarme y llenarme de coraje produjo su efecto: sabía ahora que la muerte era sólo un paso dado hacia una felicidad aún mayor de la que yo podría gozar en la vida. ¿Cómo podía yo, que aún no tenía seis años, pensar en forma distinta a lo que ella me había dicho que pensara, o tener alguna duda? Una madre significa más para su hijo que lo que cualquier otro ser, humano o divino, puede significar en su vida posterior. Depende él tanto de ella como cualquier pichón en el nido, de sus padres, y aún más, dado que ella cuida tanto de su alma o de su mente inexperta como de su cuerpo.
A pesar de todo esto, pronto volvió a asaltarme el miedo a la muerte, y por mucho tiempo me intranquilizó, especialmente cuando sentía de lleno su realidad. Aquellos hechos que me la recordaban eran muy frecuentes; rara vez transcurría un día entero sin que viera morir algo. Cuando la muerte era instantánea, por ejemplo un pájaro volteado de un tiro que caía a plomo como una piedra, no me inquietaba. Aquello no era más que un espectáculo extraño y excitante que no podía hacerme sentir la realidad de la muerte. Era principalmente cuando carneaban ganado que el terror me invadía por completo. ¡Y no me extraña! La forma criolla de matar una vaca o un ternero, en esa época, era particularmente penosa. Ocasionalmente se lo carneaba lejos del lugar, en la llanura, y los hombres traían la carne y el cuero; pero, por regla general, llevaban a la bestia cerca de la casa para ahorrarse molestias. Uno de los dos o tres hombres a caballo que se ocupaban de la operación revoleaba el lazo y la sujetaba por los cuernos; luego, alejándose al galope, tiraba del lazo hasta ponerlo tirante; entonces, un segundo hombre se bajaba del caballo y, corriendo hacia el animal que se encontraba atrás, desenvainaba un enorme cuchillo y con dos golpes rápidos como el relámpago le cortaba los tendones de las patas traseras. Instantáneamente la bestia caía sobre sus cuartos, y el mismo hombre, cuchillo en mano, pasaba a su lado o frente a ella acechando la oportunidad, y al encontrarla le sepultaba la larga hoja en la garganta, justo arriba del pecho, hasta la cruz, haciéndole describir un movimiento de rotación. Cuando la retiraba, brotaba de la torturada bestia un gran torrente de sangre, mientras el animal, aún sostenido por sus patas delanteras, mugía agonizante. Al llegar a este punto, a menudo el carneador saltaba con ligereza sobre su lomo, hundía las espuelas en los flancos del animal y, utilizando el plano de su gran cuchillo como si fuera un látigo, fingía correr una carrera, dando gritos de infernal alegría. Los mugidos se iban apagando hasta tornarse sonidos profundos, terribles, que parecían sollozos, y luego estertores. Entonces el jinete, viendo que el animal estaba a punto de morir, saltaba ágilmente hacia un lado. Caída la bestia, todos corrían hacia ella y, acomodándose sobre su tembloroso costado como si fuera un sillón, comenzaban a armar y encender cigarrillos.
La matanza de una vaca era para ellos un deporte fantástico, y cuanto más dinámico y peligroso era el animal y más prolongada la batalla, más les gustaba. Se sentían tan contentos y excitados como si fuera una pelea a cuchilladas o la caza de un avestruz. Para mí era una terrible lección objetiva que me retenía fascinado de horror. ¡Pues esto era la muerte! Los torrentes de sangre color carmesí, los gritos profundos que parecían de seres humanos, hacían que la bestia pareciera un hombre enorme y fuerte cazado en una trampa por adversarios pequeños, débiles pero listos, que lo torturaban para burlarse de su agonía.
Otras cosas acaecieron en aquella época que reavivaban el temor y la idea de la muerte. Un día llegó a la tranquera un viajero y, tras de de-sensillar el caballo, marchó a un lugar donde había sombra ubicado a unos sesenta o setenta metros más lejos, y allí se sentó, en la verde pendiente que terminaba en el foso, para refrescarse. Después de cabalgar largas horas bajo un sol ardiente, deseaba gozar de la sombra. Había llamado la atención de todo el mundo, al llegar, por su apariencia: de edad madura, facciones regulares y enrulado pelo castaño y barba, pero enorme –uno de los hombres más corpulentos que nunca hubiera visto–; no debía de pesar menos de ciento veinte kilos. Sentado o recostado en el pasto, se quedó dormido, y rodando por la pendiente cayó con tremendo ruido en el agua, que tenía como dos metros de profundidad. Tan fuerte fue el ruido que lo oyeron algunos hombres que trabajaban en el establo; corrieron para averiguar qué había sucedido y se encontraron con el accidente. El hombre se había hundido y no volvió a aparecer; con mucho trabajo lo sacaron, arrastrándolo por medio de sogas hasta la cima de la loma.
Yo lo contemplé, estirado e inmóvil y a todas luces muerto... el hombre enorme, igual a un buey que había visto hacía menos de una hora cuando había llamado nuestra atención y nos había maravillado por su gran tamaño y fuerza, estaba en brazos de la muerte... ¡muerto como el viejo César bajo la tierra donde ya crecía el pasto! Mientras tanto, los hombres que lo habían sacado estaban ocupados dándole vuelta y frotándole el cuerpo, y después de doce o quince minutos comenzó a boquear y dio otras señales de que volvía a la vida. Poco a poco abrió los ojos. El muerto estaba vivo otra vez; sin embargo, la conmoción que me había provocado era tan grande y el efecto tan duradero como si hubiera estado verdaderamente muerto.
Otro ejemplo aconteció antes de terminar mi sexto año, y con él concluiré este triste capítulo. En esa época teníamos una chica en la casa cuyo dulce rostro forma parte de un grupito de media docena que recuerdo tan claramente como si los estuviera viendo. Era la sobrina de la mujer de nuestro pastor, una argentina casada con un inglés, y llegó a nuestra casa para cuidar a los niños más pequeños. Tenía diecinueve años y era una niña pálida, esbelta y bonita, de grandes ojos oscuros y abundante cabellera negra. Con la más dulce sonrisa imaginable, la voz más suave y los modales más gentiles, era tan querida por todo el mundo en la casa que la considerábamos una persona de la familia. Desgraciadamente, estaba tísica, y después de unos pocos meses hubo que enviarla de vuelta a la casa de su tía. El lugar donde vivía se encontraba sólo a unos ocho cuadras más o menos de nuestro hogar, y todos los días mi madre la visitaba, haciendo todo lo posible por aliviarla con remedios, atenciones y cariños. La muchacha no quería que fuera ningún sacerdote a prepararla para la muerte; adoraba a su ama y deseaba tener su misma fe, y al final murió apóstata o convertida, según se mire.
Al día siguiente de su muerte nos llevaron a nosotros, los niños, a ver a nuestra amada Margarita por última vez, pero cuando llegamos a la puerta y los demás entraron siguiendo a mi madre, yo me quedé solo atrás. Salieron ellos y trataron de persuadirme de que entrara; aun trataron de arrastrarme y describieron su apariencia para excitar mi curiosidad. Yacía toda de blanco, con el negro cabello peinado suelto y flojo, sobre su blanco lecho, con nuestras flores sobre el pecho y a sus costados, y se la veía muy, muy hermosa. Fue todo en vano. Mirar a Margarita muerta era más de lo que yo podía soportar. Me dijeron que sólo su cuerpo de arcilla estaba muerto... el hermoso cuerpo al que habíamos venido a despedir; que su alma –ella misma, nuestra amada Margarita– estaba viva y era feliz, mucho más feliz de lo que cualquier persona podría serlo nunca en esta tierra, que cuando se le acercaba el fin había sonreído con dulzura y les aseguró que ya no tenía ningún temor a la muerte... que Dios se la llevaba consigo. Mas nada logró convencerme de que enfrentara el terrible espectáculo de Margarita muerta; el mismo pensamiento de que lo estaba era un peso intolerable sobre mi corazón. Sin embargo, no era la pena la que me laceraba de ese modo, a pesar de que yo sufría mucho, sino sólo el temor a la muerte.

¿Y qué hace acá Paulo Freire? Un videito y ciertas cosas que nos enrostra, pendientes ellas.

Como uno que vino a la fiesta, sin ser invitado, se nos metió en el blog, el pedagogo Paulo Freire, y no pudimos hacer nada, sino escuchar alguna de las cosas incómodas que siempre nos recuerda.



Es bueno recordar siempre a Paulo Freire.


1- Es necesario desarrollar una pedagogía de la pregunta. Siempre estamos escuchando una pedagogía de la respuesta. Los profesores contestan a preguntas que los alumnos no han hecho

2- Mi visión de la alfabetización va más allá del ba, be, bi, bo, bu. Porque implica una comprensión crítica de la realidad social, política y económica en la que está el alfabetizado

3- Enseñar exige respeto a los saberes de los educandos

4- Enseñar exige la corporización de las palabras por el ejemplo

5- Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando

6- Enseñar exige seguridad, capacidad profesional y generosidad

7- Enseñar exige saber escuchar

8- Nadie es, si se prohíbe que otros sean

9- La Pedagogía del oprimido, deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación

10- No hay palabra verdadera que no sea unión inquebrantable entre acción y reflexión

11- Decir la palabra verdadera es transformar al mundo

12- Decir que los hombres son personas y como personas son libres y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa

13- El hombre es hombre, y el mundo es mundo. En la medida en que ambos se encuentran en una relación permanente, el hombre transformando al mundo sufre los efectos de su propia transformación

14- El estudio no se mide por el número de páginas leídas en una noche, ni por la cantidad de libros leídos en un semestre. Estudiar no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas

15- Solo educadores autoritarios niegan la solidaridad entre el acto de educar y el acto de ser educados por los educandos

16- Todos nosotros sabemos algo. Todos nosotros ignoramos algo. Por eso, aprendemos siempre
17- La cultura no es atributo exclusivo de la burguesía. Los llamados “ignorantes” son hombres y mujeres cultos a los que se les ha negado el derecho de expresarse y por ello son sometidos a vivir en una “cultura del silencio”

18- Alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a decir su palabra

19- Nadie libera a nadie ni nadie se libera solo.Los hombres se liberan en comunion

20- La ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente de la HUMANIZACIÓN del hombre.